4/4/09

Invocando a los abuelos con Les Philippes

Estaba leyendo el otro día la segunda parte de Essex County, una trilogía de cómics que suceden en el mismo pueblo perdido de Canadá pero que tienen personajes distintos en cada entrega. La escribe y dibuja Jeff Lemire, que me entero por su blog acaba de hacer el arte del nuevo disco de Art Brut.


La primera parte, Historias de la Granja, me flipó –un chaval huérfano y aislado en una granja con la única compañía de su tío, maltratado en la escuela, se cree un superhéroe y se crea un compañero de juegos que resulta ser real y además…–. Esta segunda parte se titula Historias de fantasmas y aparte del lugar, un cameo lynchiano y que sus personajes juegan al hockey como lo hacía aquel niño, poco más tiene que ver. Un anciano sordo y solitario recuerda el año de gloria que compartió con su hermano en un equipo semiprofesional de hockey en la gran ciudad y lo que motivó una ruptura entre ellos que duró demasiado.

El libro recorre toda su vida, pero la vejez ocupa muchas más páginas que las otras etapas. La manera de capturar la soledad de ser viejo, la manera que tiene el protagonista de reconcomerse acosado por sus recuerdos y el paso por una residencia de ancianos, me hizo pensar en Arrugas, que es un libro de Paco Roca que se ha llevado premios y ha aparecido en lugares donde a los cómics no se les hace ni caso.



Arrugas debería ser lo que le dieran a todo el mundo en el trance de afrontar o convivir con un caso de Alzheimer. Sabía básicamente lo que suponía la enfermedad, pero siempre se te pueden escapar detalles importantes que por no haber vivido de cerca piensas que no existen. Tardé mucho en leérmelo básicamente porque el dibujo me parecía muy plano, como de folleto informativo. Después de haberlo leído entiendo perfectamente porque Paco Roca escogió ese estilo: quería hacerlo accesible a públicos que lo último de cómic que leyeron fue algún Tintín o Pulgarcito hace treinta años.

Cuanto menos se sepa de Arrugas, mucho mejor, pero no puedo resistirme a no mencionar una página brutal en la que el protagonista, enfermo de Alzheimer, mira a la cara a un amigo, ve cómo las facciones se le borran, no le reconoce, parpadea, y en un instante de lucidez, vuelve a ponerle ojos, nariz, boca…



Leyéndolos me acordé de Les Philippes, de su último disco Odisea Ultramarina. Si no hubiera sido por Santi García, que lo produjo, no habría prestado atención a este enorme álbum. Así como es él, en plan tranquilo y sin ganas de convencerme de nada, me dijo que él estaba muy contento de cómo había quedado. Eso fue un sábado durante una cena de confraternización. El lunes estaba currando y me lo puse con cascos. Creo que desde lo de The New Raemon o el descubrimiento que para mí ha supuesto Lisandro Aristimuño, una primera escucha no me había dejado tan impresionado en los últimos tiempos.

Lo que primero me dejó aplastado entre los auriculares de Les Philippes fueron sus melodías, un parto entre los Zombies de 'A Rose for Emily' y el Serrat de 'Fiesta'. Hay un par de canciones del disco que creo que no se pueden mejorar ni un ápice, son perfectas hasta en los silencios que las preceden y continúan.

Meses más tarde, cuando ya estaba con el grupo grabando con Santi en Sant Feliú, le acosé con preguntas sobre este disco. "¿Es este el piano con el que lo hicieron?"; "¿Eran así de buenas las canciones o tú metiste mucha mano con los arreglos?"; ¿Cantan los cuatro miembros del grupo?"; "¿Se hicieron en este muelle las fotos promocionales?"… "¿Qué disco te gusta más de los que has hecho, este de Les Philippes o 'En ningún lugar' de Las Charades?" Como suele pasar, las mejores cosas te las cuentan cuando no preguntas, y tomando unos gin tonics Santi nos contó que muchas de las canciones tenían que ver con el abuelo de dos del grupo que son primos, a quien habían convertido en protagonista en primera persona de algunas de las letras.



Escuché los días siguientes 'Es difícil a veces quedarse aquí' y, vaya, se me ponía un nudico en la garganta. Me dio por pensar en mi abuelo Maxi, en sus últimos años sentado en un sillón sin poder hacer nada más que recordar. Porque perdía facultades –dejó de salir de casa, luego de andar, más tarde ya no pudo leer, algo después dejó de ver, el oído comenzó a fallarle–, pero la memoria seguía intacta, retorciéndole el ánimo y carcomiéndole por dentro. Él, que había sido un tipo que no se había tomado nunca un café en casa, que se conocía todas las calles, travesías, plazas, glorietas y pasajes de Madrid y Santander, que había triunfado como interior diestro en el Puebla de México, al que habían dedicado poemas en la prensa local cuando se recuperó de una lesión, que lo había leído todo, que siempre tenía un ripio, cuya imagen en mi mente se difuminaba con la de Di Stéfano… Él, mi abuelo Maxi, que tenía un sentido del humor fino y socarrón como el de Don Alfredo, se pasó los últimos años de su vida pidiéndole a sus recuerdos que volvieran a ser presente, realidades que poder mostrarme; "hoy sólo querría que estuvieseis de nuevo junto a mí", como cantan Les Philippes.

A mi abuelo Maxi dejé de mitificarle a medida que se le agrió el carácter, porque entendí que en su vida, como en la mía y en la de todos, había muchos rincones oscuros, muchas frustraciones, muchos reproches consigo mismo enquistados… Aún así, en sus últimos meses, en alguna visita que le hice con mi madre a Santander de fin de semana, me contó que a veces soñaba que marcaba algún gol, que paseaba por Madrid, que iba a una cafetería. Si no fuera por Les Philippes creo que no habría vuelto a pensar en ello hasta que, como en Historias de fantasmas, fuera demasiado tarde, o, como en Arrugas, su recuerdo se confundiera con los míos.

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